En los últimos meses, bajo la sombra de una retórica antimafiosa y antiterrorista, el gobierno de Donald Trump ha lanzado una campaña naval letal en el Caribe —y ahora en el Pacífico oriental— que ha dejado más de sesenta civiles muertos.
A diferencia de décadas anteriores del "combate al narcotráfico", cuando la estrategia estadounidense —a veces— se basaba en la detención y enjuiciamiento de sospechosos, esta nueva ofensiva —justificada como parte de un supuesto "conflicto armado no internacional" con organizaciones terroristas designadas (DTO, sus siglas en inglés)— ha convertido el asesinato extrajudicial en política de Estado.
Pero más allá de lo jurídico-formal, lo que se despliega en estas aguas es una operación letal: la producción legal de sujetos despojados de nombre, rostro y derecho, a los que se les niega incluso la posibilidad de ser juzgados.
En otras palabras, la categoría de "beligerante no privilegiado" —revelada por el periodista Nick Turse en un artículo publicado en The Intercept como fundamento de esta violencia— no es simplemente un tecnicismo jurídico sino un dispositivo de poder que borra la humanidad del otro para legitimar su eliminación.
El vacío jurídico como arma
Según el reportaje de Turse, funcionarios del Pentágono admitieron ante el Congreso que "no conocen las identidades de todas las personas que fueron asesinadas en los ataques". Peor aun: "Dijeron que no necesitan identificar positivamente a las personas en las embarcaciones para realizar los ataques. Solo necesitan demostrar una conexión con una DTO o afiliado".
Esta lógica pone al desnudo una inversión perversa del estándar legal: como señaló la representante Sara Jacobs, "existe un estándar probatorio más alto para detener a alguien que para matarlo, lo cual es problemático".
La ley, en lugar de proteger la vida, se convierte en una herramienta para su suspensión. Y es aquí donde la figura del "beligerante no privilegiado" adquiere su verdadera función: no como categoría descriptiva sino como operador de exclusión letal.
Como explica Turse, el Pentágono designa a los sobrevivientes de las agresiones —personas que flotan en el mar tras haber sido bombardeadas— como "beligerantes no privilegiados", una denominación que "niega inmunidad por actos de guerra y niega el estatus de prisionero de guerra". Pero esta etiqueta solo tendría sentido si existiera un conflicto armado real.
Sin embargo, Jacobs lo deja claro: "No estamos en un conflicto armado con estos cárteles. Así que esto es simplemente asesinato".
La vida desnuda como blanco legítimo
El filósofo italiano Giorgio Agamben, en su obra Homo Sacer, muestra cómo el poder soberano se constituye a través de la capacidad de excluir a ciertos seres humanos del orden jurídico-político para transformarlos en sujetos que pueden ser matados sin que ello constituya un sacrilegio, pero que no pueden ser sacrificados en el sentido religioso.
Esta figura encarna la vida desnuda (zoē), opuesta a la vida política (bíos). El "beligerante no privilegiado" es la versión contemporánea —y tecnocrática— de este homo sacer. No es ni enemigo de guerra ni criminal común, es un intersticio jurídico: un cuerpo al que se le niega el derecho al juicio, a la identidad, a la representación y hasta a la posibilidad de ser nombrado.
Agamben argumenta que el estado de excepción —esa suspensión temporal del derecho que en la práctica se vuelve permanente— es el espacio donde el soberano decide quién está dentro y quién fuera del orden jurídico.
En este caso Trump no ha declarado formalmente un estado de excepción, pero ha actuado como si lo hubiera hecho: ha ordenado ataques letales sin autorización del Congreso, ha ocultado la opinión legal de la Oficina del Asesor Jurídico del Departamento de Justicia y ha clasificado unilateralmente a civiles como combatientes.
Como señala Turse, la administración "secretamente declaró un 'conflicto armado no internacional' semanas, si no meses, antes del primer ataque".
La ley, en este contexto, no regula; produce la ilusión de legitimidad mientras vacía su contenido.
La ficción jurídica como narrativa de poder
La narrativa oficial —el "combate al narcoterrorismo"— es una ficción estructural, necesaria para que la violencia se presente como defensa y no como crimen. Pero incluso esta ficción se desmorona bajo el peso de sus propias contradicciones. Sarah Harrison, exasesora legal del Pentágono, lo subraya con claridad a The Intercept:
"Independientemente de la narrativa ficticia impulsada por la Casa Blanca, EE.UU. no está en guerra con estos grupos, y las personas que el Departamento de Guerra está atacando son civiles a quienes se les debe garantizar el debido proceso".
Lo que se pone en juego no es solo la legalidad de los ataques sino la legitimidad del sujeto jurídico: ¿Qué tipo de ser humano puede ser matado sin nombre, sin rostro, sin juicio? La respuesta es: aquel cuya humanidad ha sido previamente cancelada por una categoría jurídica diseñada para eso mismo.
El "beligerante no privilegiado" no existe en la realidad: es una categoría gubernamental funcional a la narrativa washingtoniana, un dispositivo de deshumanización funcional.
La opacidad como estrategia política
La administración Trump no solo mata; oculta. Como denunció el senador Mark Warner, "excluir a los demócratas de una sesión informativa sobre ataques militares de EE.UU. y retener la justificación legal de esos ataques de la mitad del Senado es indefendible y peligroso".
Y como confirmó el congresista Seth Moulton: "La justificación que dieron fue tan endeble que hace que el caso para la guerra de Irak parezca una certeza absoluta".
Esta opacidad no es accidental, es constitutiva del poder soberano en su forma contemporánea: decide quién vive, quién muere y quién ni siquiera merece ser nombrado. Y lo hace sin rendir cuentas, sin evidencia, sin transparencia.
Además, los sobrevivientes de las arremetidas no son procesados porque "no pueden cumplir con la carga probatoria", lo que revela que el sistema no está diseñado para administrar justicia sino para legitimar la eliminación.
Más allá del derecho
Lo que estamos presenciando no es un exceso del sistema jurídico sino su lógica más pura: el derecho como tecnología de poder que separa la vida política de la vida biológica para gestionar la muerte.
En este marco, la crítica jurídica convencional —aunque necesaria— resulta insuficiente. Se requiere una denuncia no solo de la ilegalidad sino de la fabricación de sujetos "matables".
Como escribe Agamben: "El campo biopolítico es el espacio donde la vida se convierte en el objeto privilegiado del poder".
En el Caribe y el Pacífico, bajo el pretexto del narcoterrorismo, EE.UU. ha convertido el mar en un campo de exterminio simbólico: los cuerpos desaparecen en las aguas, sus nombres se borran y su muerte se archiva como "daño colateral" o "golpe táctico".
Pero no es colateral: es estructural, intencional, afirmativo de la muerte.
En este contexto, la crítica no puede limitarse a exigir transparencia o legalidad. Debe cuestionar la misma posibilidad de que el derecho se convierta en un mecanismo de deshumanización, como lo instrumentaliza Estados Unidos, mucho antes de la administración Trump.
Porque mientras existan "beligerantes no privilegiados", habrá civiles que pueden ser asesinados sin que se les reconozca siquiera como víctimas.