Un día después de que la aviación israelí bombardeara la capital de Qatar, Doha, el primer ministro Benjamín Netanyahu aseguró que el emirato "se ha convertido en refugio de terroristas" y exigió que los expulse o los someta a juicio. Con esas palabras, el jefe de gobierno israelí buscó legitimar un ataque sin precedentes contra un Estado del Golfo, acción que constituye una abierta violación de la soberanía de un país considerado aliado de Washington.
En Doha se encontraban altos representantes de Hamás participando en negociaciones bajo auspicio estadounidense para un eventual alto el fuego en Gaza. El bombardeo interrumpió de manera inmediata esos contactos y canceló cualquier posibilidad de avance en ese terreno.
La ofensiva, bautizada como Operación Cumbre de Fuego, fue presentada por el ministro de Defensa Israel Katz como un aviso a todos los enemigos de Israel: ningún territorio será intocable si allí se refugian dirigentes palestinos. El ataque también envió un mensaje a las monarquías del Golfo, al mostrar que Tel Aviv está dispuesto a cruzar cualquier frontera cuando lo considere necesario.
El objetivo principal fue Khalil al-Hayya, alto dirigente de Hamás, junto con otros miembros de la delegación que se encontraba en Doha. Según fuentes israelíes citadas por CNN, la decisión se tomó con meses de antelación tras un proceso de planificación de entre dos y tres meses, lo que muestra el carácter premeditado de la operación.
Cinco palestinos murieron, entre ellos el hijo de al-Hayya y varios integrantes de menor rango de Hamás. También perdió la vida un oficial de seguridad qatarí que custodiaba el perímetro, lo que convirtió la acción en una agresión directa contra fuerzas estatales de un país soberano.
El primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores, Mohammed bin Abdulrahman al Thani, compareció para condenar lo que definió como un "acto de terrorismo de Estado" y una violación flagrante de la soberanía nacional qatarí.
Al Thani anunció la conformación de un equipo legal encabezado por el diplomático Mohammed bin Abdulaziz al-Khulaifi, encargado de preparar una batería de respuestas jurídicas en instancias internacionales. Entre ellas, se mencionaron la Organización de las Naciones Unidas, la Liga Árabe y el Consejo de Cooperación del Golfo, plataformas donde Qatar buscará denunciar el bombardeo y presionar políticamente a Israel. "No toleraremos violaciones de nuestra integridad territorial", afirmó el canciller, al tiempo que reiteró que la respuesta de Doha se mantendrá en el terreno diplomático y no militar.
En un comunicado, Hamás subrayó que la acción buscaba sabotear deliberadamente los esfuerzos diplomáticos para lograr un alto el fuego. "Netanyahu está trabajando activamente para destruir cualquier oportunidad de cese de hostilidades", afirmó.
Además, Hamás responsabilizó directamente a Estados Unidos, acusándolo de sostener militar, diplomática y políticamente la ofensiva israelí. "Washington no puede presentarse como mediador mientras respalda los crímenes de Israel", señaló la organización. En ese sentido, reiteró sus demandas básicas: cese al fuego inmediato, retirada total de las fuerzas israelíes de Gaza, un intercambio real de prisioneros, entrada garantizada de ayuda humanitaria y reconstrucción de las áreas devastadas.
Por su parte, el presidente Donald Trump declaró su aparente descontento con la operación israelí, calificándola de "desafortunada" y asegurando que no contribuía a los objetivos estratégicos de Estados Unidos ni de Israel. Según su versión, había instruido a su enviado especial, Steve Witkoff, para que advirtiera a las autoridades qataríes sobre el inminente ataque, aunque reconoció que la advertencia llegó demasiado tarde para impedirlo. "Les aseguré que algo así no volverá a ocurrir en su territorio", afirmó en rueda de prensa, intentando calmar la indignación de Doha.
Sin embargo, versiones publicadas en medios israelíes contradijeron esas declaraciones: informes aseguraron que Estados Unidos estaba al tanto de la operación con antelación e incluso habría dado su aprobación tácita. Apenas tres días antes, el 7 de septiembre, Trump había emitido lo que denominó una última advertencia a Hamás para aceptar un acuerdo de alto el fuego e intercambio de rehenes.
"Los israelíes han aceptado mis condiciones. Es hora de que Hamás también las acepte", dijo entonces.
Israel y la política de desestabilización regional
Durante las dos primeras décadas del siglo XXI, la política de Estados Unidos en Asia Occidental estuvo marcada por la llamada "guerra contra el terrorismo", cuyo eje fue el cambio de régimen y la imposición de estructuras de gobernanza subordinadas. Ese ciclo, sin embargo, ha sido reemplazado por una estrategia diferente, orientada a debilitar deliberadamente a los Estados.
El analista Ali Ahmadi lo resume en un artículo publicado en The Cradle:
"Washington ha desmantelado su estrategia de décadas de equilibrar las potencias regionales rivales en Asia Occidental, optando en cambio por desestabilizar la región mediante su respaldo militar, diplomático y de inteligencia de amplio espectro al estado de ocupación israelí".
La transformación consiste en desplazar la estabilidad como objetivo y reemplazarla por la fragmentación como método. Este viraje explica la creciente audacia de Israel. Bajo el paraguas estadounidense, el Estado ocupante se consolida como el ejecutor principal de esa lógica. "Una verdadera potencia hegemónica regional proyecta un poder autónomo. Israel, en cambio, es una extensión armada de la política occidental, dependiente de Washington para su existencia", sostiene Ahmadi. Esta condición de dependencia le otorga un escudo que le permite transgredir normas internacionales con la certeza de contar con respaldo militar, económico y diplomático.
El ataque del 9 de septiembre en Doha confirma esa descripción. La operación fracasó en eliminar al liderazgo de Hamás, pero estableció un precedente: un Estado respaldado por Washington bombardeó el territorio de un aliado militar de Estados Unidos.
"El momento y el lugar del ataque… destrozó toda ilusión de diplomacia confiable, poniendo de manifiesto la subordinación de Washington de la soberanía de los aliados árabes a los objetivos militares de Tel Aviv".
Washington ya no busca victorias militares concluyentes ni regímenes aliados estables. La nueva doctrina consiste en mantener a los países árabes en un estado permanente de debilitamiento institucional y fragmentación social. Esta formulación señala que la prioridad es impedir que existan gobiernos capaces de ejercer soberanía plena o de consolidar posiciones de independencia en la región.
Tel Aviv es el actor central de esta estrategia. Cada operación militar que emprende erosiona las funciones básicas de gobierno del país atacado, quiebra los equilibrios internos y transmite un mensaje de vulnerabilidad a toda la región. Ahmadi identifica este proceso enmarcándolo en un proyecto de carácter colonial y expansionista:
"El proyecto occidental en Asia Occidental es colonial, expansionista y hegemónico. La abierta adhesión del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, al ‘Gran Israel’, antes descartada por los analistas occidentales como retórica marginal, ahora recibe una aprobación tácita en forma de política. Las viejas mentiras han sido descartadas; la expansión es el plan".
El poder de fuego de Israel y su margen de impunidad dependen del respaldo militar, diplomático y económico de Washington y de las capitales europeas que lo acompañan, los mismos que controlan las estructuras del orden internacional y definen los límites de la legalidad. En este marco, las operaciones israelíes expresan una política de fragmentación impulsada desde un núcleo de decisión externo.
El caos regional aparece como un objetivo estratégico destinado a garantizar la supremacía israelí en su entorno inmediato y la primacía de Occidente en el tablero global.