Vie. 17 Octubre 2025 Actualizado 4:28 pm

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Las 'Siete Magníficas' dominan el mercado: el 80% de las ganancias de Wall Street dependen de la IA (Foto: Archivo)
Una burbuja de datos y deuda

La IA encabeza el próximo colapso financiero estadounidense

Desde los salones de Wall Street hasta los estudios de televisión del establishment financiero, una palabra vuelve a resonar con fuerza contenida: crisis. No se pronuncia con el dramatismo de 2008 ni con la desesperación de 1929, pero sí con la cautela de quien sabe que la quietud es apenas aparente.

"Tendremos un colapso, pero no puedo decirte cuándo ni cuán profundo será", advirtió recientemente Andrew Ross Sorkin, uno de los analistas más influyentes del periodismo económico estadounidense. La frase, lanzada casi como una confesión, sintetiza el clima de incertidumbre que domina al sistema financiero mientras el optimismo bursátil se expande con un ritmo que recuerda demasiado a los auges previos al colapso.

La promesa de una revolución tecnológica parece sostener la fe en un crecimiento perpetuo, aunque las cifras sugieren que esa expansión depende más de la especulación que de la productividad real. El propio Sorkin, en su entrevista para 60 Minutes, enumeró los paralelismos con la víspera del crack de 1929: meses consecutivos de récords, euforia inversora, relajamiento de las normas y una fiebre tecnológica que empuja a los capitales a asumir riesgos cada vez mayores.

La inteligencia artificial como motor y espejismo

El auge bursátil que atraviesa Estados Unidos en 2025 se sostiene, en buena medida, sobre una sola promesa: la inteligencia artificial. El fenómeno ha reconfigurado la economía financiera hasta convertirse en el nuevo eje de acumulación global.

Las llamadas "Siete Magníficas" (Microsoft, Apple, Nvidia, Amazon, Meta, Google y Tesla) concentran el 80% de las ganancias totales del mercado de valores estadounidense en lo que va de año, y han atraído casi 300 mil millones de dólares en inversión extranjera solo durante el segundo trimestre de 2025.

Nunca antes, ni en los tiempos de las puntocom ni en la burbuja hipotecaria de 2007, la rentabilidad de Wall Street había dependido tanto de un solo sector.

El indicador conocido como "ratio Buffett", que compara el valor total del mercado bursátil con el PIB de Estados Unidos, ha alcanzado un récord histórico del 217%, superando en más de dos desviaciones estándar los niveles previos a las crisis de 2000 y 2008. En otras palabras, el valor financiero de las empresas estadounidenses duplica con creces la riqueza real que el país produce.

La desproporción revela lo que muchos economistas han comenzado a llamar la "burbuja de la IA": un ciclo de sobreinversión alimentado por expectativas de productividad futura que aún no se materializan. Según análisis recientes, el precio promedio de las acciones de las corporaciones tecnológicas es 17 veces superior al de la burbuja puntocom y cuatro veces mayor al de la burbuja hipotecaria que precipitó la crisis global de 2008. 

Ross Sorkin describió este momento con una metáfora precisa: "Esto es o una fiebre del oro o un subidón de azúcar, y probablemente tardaremos años en saber cuál de las dos cosas es". En su comparación entre la actualidad y 1929, Sorkin advierte que la euforia tecnológica reproduce las condiciones clásicas de un ciclo especulativo: meses consecutivos de récords, expansión crediticia acelerada, relajamiento de los controles y una confianza casi religiosa en que los precios seguirán subiendo. Esa confianza, más que la innovación en sí misma, es lo que sostiene la burbuja.

La narrativa dominante asocia la inteligencia artificial con una nueva era de prosperidad, pero las cifras sugieren otra cosa. Gran parte de la inversión en IA no se dirige a innovación productiva, sino a operaciones financieras, fusiones, emisiones de deuda y recompra de acciones. Gigantes como Nvidia y OpenAI han captado decenas de miles de millones de dólares en capital riesgo y deuda corporativa, impulsados por la expectativa de una revolución tecnológica que aún no ha demostrado rentabilidad tangible.

Se estima que el costo de desarrollo de ChatGPT-5 alcanzó los 5 mil millones de dólares, diez veces más que su versión anterior, sin mejoras proporcionales en desempeño o retorno comercial. La escalada de costos frente a la ausencia de beneficios claros es, en términos económicos, el síntoma clásico de un mercado inflado por la especulación.

La fe en la inteligencia artificial funciona hoy como un sustituto del crecimiento real. Para los inversores, la IA representa una promesa de productividad futura capaz de justificar cualquier precio presente. Pero mientras más capital se destina al sector, más se agota su potencial de rentabilidad inmediata, lo que obliga a mantener el ciclo de endeudamiento y expectativas.

Como ocurrió con las puntocom en 2000 o con los derivados hipotecarios en 2008, la innovación tecnológica se convierte en el argumento perfecto para aplazar la corrección inevitable.

La paradoja del crédito

El supuesto auge financiero de Estados Unidos se apoya en un mercado crediticio inflado, sostenido por préstamos fáciles y rendimientos cada vez menores. La abundancia de dinero no refleja fortaleza, sino una confianza excesiva que hace que los riesgos se pasen por alto.

En septiembre de 2025, las corporaciones con calificación de grado de inversión, es decir, aquellas consideradas más seguras, emitieron más de 210 mil millones de dólares en bonos, el volumen más alto jamás registrado en un solo mes. Incluso el mercado de deuda de alto riesgo, los llamados "bonos basura", mantiene una actividad intensa.

Detrás del dinamismo hay una paradoja: nunca fue tan barato asumir riesgo, porque la diferencia entre invertir en deuda corporativa y en bonos del Tesoro (considerado el activo más seguro del mundo) se ha reducido a apenas 0,74 puntos porcentuales, el nivel más bajo desde 1998. En el caso de los bonos basura, el diferencial ronda los 2,7 puntos, un umbral similar al de 2007, justo antes del colapso de las hipotecas subprime.

En el lenguaje financiero, esta situación se denomina "compresión de diferenciales", y suele anticipar los picos de burbuja. Significa que los inversionistas están aceptando rendimientos cada vez menores por asumir riesgos cada vez mayores, convencidos de que el mercado no caerá. Es una apuesta a la estabilidad permanente, una ilusión que la historia económica ha desmentido en cada ciclo.

Las primeras señales de tensión ya aparecieron. Tricolor Holdings, una empresa de préstamos para automóviles dirigida a compradores de bajos ingresos, se declaró en bancarrota luego de que su socio financiero reportara un fraude de 200 millones de dólares. En cuestión de días, los bonos respaldados por sus activos, valorados en unos 2 mil millones de dólares, se desplomaron a una quinta parte de su valor original.

Poco después, el fabricante de autopartes First Brands siguió la misma ruta, perdiendo la confianza de sus acreedores y evidenciando la vulnerabilidad del mercado de deuda corporativa. Aunque los grandes fondos describen estos casos como "aislados", la recurrencia de eventos similares recuerda cómo comenzaron los colapsos de 2008: con quiebras pequeñas que parecían no tener conexión entre sí.

A esta tensión se suma el crecimiento explosivo del crédito privado, un sistema de préstamos que opera fuera del circuito bancario tradicional y, por tanto, fuera de la supervisión directa de los reguladores. Este mercado paralelo, que apenas existía hace una década, ya supera los 2 billones de dólares y financia principalmente a empresas medianas y pequeños fondos de inversión.

Según Fitch Ratings, los impagos en este segmento alcanzaron el 9,5% en julio de 2025, el porcentaje más alto desde la pandemia. La mitad de esos préstamos se pagan con "PIK" —pagos en especie—, una práctica que consiste en emitir nuevas deudas para cubrir los intereses de las anteriores, prolongando artificialmente la solvencia de las empresas. Es una forma de tapar el agujero con más papel, y su expansión masiva suele anticipar el momento en que los mercados dejan de creer en su propio relato.

Cuando la burbuja estalle

Las burbujas financieras tienen un patrón reconocible: nacen del entusiasmo, crecen con el crédito y estallan cuando la promesa deja de sostener el precio. La historia económica está trazada por esos ciclos: las ferroviarias del siglo XIX, que arrastraron a bancos y gobiernos; la burbuja de las puntocom en el año 2000, que borró miles de empresas pero consolidó a unas pocas; y la crisis subprime de 2008, que quebró la ilusión de estabilidad del capitalismo financiero.

En todos los casos, la tecnología sobrevivió, pero el capital que la impulsaba se reconfiguró bajo nuevas manos.

El economista Joseph Schumpeter llamó a este fenómeno destrucción creativa, definiendo cómo la innovación se abre paso destruyendo las formas anteriores de acumulación. En su análisis, el capitalismo se sostiene sobre su propia inestabilidad, transformando la crisis en método y la ruina en oportunidad. Los economistas Philippe Aghion y Peter Howitt retomaron esa idea para demostrar que los ciclos de auge y colapso son motores de innovación, sí, pero también de concentración del poder económico. Cada crisis reduce la competencia y fortalece a los actores dominantes.

En el contexto actual, la burbuja de la inteligencia artificial podría marcar el inicio de una nueva reconfiguración global del sistema financiero. La expansión especulativa en torno a la tecnología reproduce el mismo patrón de los ciclos anteriores. Su estallido no solo arrastraría a los gigantes tecnológicos de Silicon Valley, sino también a los flujos financieros internacionales que dependen de ellos.

Ahí se inserta la dinámica multipolar. Mientras el eje anglosajón multiplica sanciones, guerras financieras y burbujas tecnológicas para sostener su posición, potencias como China y Rusia fortalecen infraestructuras energéticas y monetarias alternativas. Se trata de un proceso acumulativo que gana sentido cada vez que el modelo estadounidense muestra grietas en su centro.

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