A comienzos de año el escenario internacional ofrecía señales superficiales de desescalada: gestos diplomáticos entre Washington y Moscú, declaraciones de buena voluntad y especulaciones sobre un posible giro estratégico con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. Desde hace meses circulan versiones sobre una posible reunión entre Trump y Putin como símbolo de ese giro, pero el encuentro no ha ocurrido.
La parte rusa ha manifestado en distintas ocasiones su disposición al diálogo, pero las condiciones necesarias para concretarlo no se han cumplido. Por parte de Estados Unidos, las señales han sido ambiguas y carentes de pasos concretos.
En paralelo a ese clima de expectativa, la maquinaria militar seguía su curso. Más de 90 mil soldados de la OTAN se despliegan en el flanco oriental de Europa, en uno de los ejercicios bélicos más grandes desde la Guerra Fría. Las maniobras no son rutinarias: son ensayos detallados para una guerra de alta intensidad contra un "enemigo de fuerza comparable", en alusión a Rusia.
Los hechos en el terreno
Mientras el discurso público se aferra a la idea de una posible distensión, la OTAN lleva a cabo Defender Europe 25, uno de los despliegues militares más amplios y complejos desde la Guerra Fría. Esta serie de ejercicios, dividida en tres fases (Swift Response, Immediate Response y Saber Guardian), se trata en esencia de un ensayo general para una guerra a gran escala contra un adversario del mismo nivel de fuerza: Rusia.
El operativo comenzó en abril con el traslado de tropas estadounidenses desde el puerto de Charleston, Carolina del Sur, hacia Europa. Desde allíse activaron más de 90 mil efectivos de 29 países, incluídos socios no miembros como Georgia, Moldavia y Kosovo. Las maniobras se extienden desde el Ártico hasta el mar Negro, en un arco geográfico que bordea prácticamente toda la periferia occidental de Rusia. Se practican operaciones de salto aéreo simultáneas, fuego real con Himars —lanzamisiles múltiples de alta precisión desarrollados por Estados Unidos—, despliegues logísticos por vías fluviales, uso de nuevas tecnologías de combate y protección frente a armas de destrucción masiva.
- La primera fase tuvo lugar en Finlandia, Noruega, Letonia, Lituania y Suecia, donde 6 mil soldados, la mayoría estadounidenses, ejecutaron operaciones aerotransportadas con apoyo europeo.
- La segunda fase se desarrolla en Hungría, Rumanía y República Checa, e involucra más de 9 mil militares que practican cruces de ríos y movimientos tácticos a larga distancia.
- La tercera y última etapa, Saber Guardian, involucra 12 mil efectivos distribuidos en Albania, Bulgaria, Grecia, Kosovo, Macedonia del Norte, Montenegro y Eslovaquia.
Más allá de los números y la logística, el mensaje es claro: no se trata de ejercicios defensivos sino de simulaciones ofensivas. En su diseño y alcance, Defender 25 refleja una doctrina de guerra que asume como escenario principal un conflicto directo con Rusia. La coordinación entre brigadas multinacionales bajo un mando único, el perfeccionamiento de rutas para el traslado exprés de tropas estadounidenses y la integración de nuevas tecnologías apuntan a una preparación total para escenarios de combate real.
Como señala el Centro de Información Científica y Analítica del Instituto de Estudios Orientales de la Academia Rusa de Ciencias, el papel protagónico de Estados Unidos refuerza la idea de que el despliegue apunta al fortalecimiento de su posicionamiento geoestratégico. Estos ejercicios robustecen la infraestructura bélica de la OTAN en Europa del Este y consolidan un dispositivo de guerra permanente que se mantiene en estado operativo.
Cada fase se desarrolla en zonas sensibles próximas a las fronteras rusas, lo que contribuye a reforzar la percepción, tanto en Moscú como en cualquier observador mínimamente lúcido y atento al lenguaje estratégico, de que el bloque occidental prioriza la preparación ofensiva antes que cualquier compromiso serio con el desescalamiento diplomático.
De Biden a Trump: la guerra continúa con otro rostro
La llegada de Donald Trump nuevamente al poder alimentó, en algunos sectores, la expectativa de un cambio en la política exterior de Estados Unidos respecto a la guerra en Ucrania. Sin embargo, el curso de los hechos desmiente esa ilusión. Hasta ahora no ha habido ningún indicio concreto de desescalada: ni se ha detenido el flujo de armamento, ni se ha desmontado la infraestructura militar estadounidense en Europa, ni se ha modificado el relato estratégico que justifica la intervención. La guerra sigue y, con ella, el compromiso político, económico y militar de Washington.
En una publicación reciente, Russians With Attitude —un podcast de análisis geopolítico de origen ruso— planteó que Trump tuvo una oportunidad histórica para cortar con el conflicto y responsabilizar a su antecesor, pero no la aprovechó. Según su análisis, "la historia le entregó una bandeja de plata" al brindarle la posibilidad de salir del "atolladero ucraniano" con un discurso público que desclasificara información y lo desligara de las decisiones previas. Pero eligió no hacerlo.
El texto señala que la maquinaria bélica sigue funcionando sin interrupciones: "Los aviones siguen aterrizando en Polonia, la base de Wiesbaden continúa dirigiendo la guerra", y cada acción en el terreno, desde misiles Himars hasta drones guiados por Starlink, ahora opera bajo el mandato de Trump.
La mención a Starlink, propiedad de Elon Musk, no es menor: su red satelital ha sido clave para las operaciones ucranianas, facilitando comunicaciones seguras y el control remoto de drones en combate. Aunque Musk renunció recientemente al Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés), su implicación en el gobierno de Trump II, sumada al rol estratégico de su infraestructura tecnológica en el teatro de operaciones, revela la profundidad del entrelazamiento entre poder corporativo, negocios militares y decisiones de Estado.
La crítica va más allá de una denuncia puntual: cuestiona si Trump realmente pretendía cesar la participación estadounidense o si, por el contrario, su retórica pacifista fue solo un recurso electoral sin correlato en la política real, que deja abierta la posibilidad de que él y su equipo hayan sido simplemente incapaces de ejecutar un viraje estratégico.
Esta mirada coincide con la lectura que se ha consolidado desde Moscú, donde las autoridades rusas han reiterado que el resultado de las elecciones en EE.UU. no altera sustancialmente su posicionamiento. La diplomacia rusa ha mantenido un tono formalmente constructivo, pero sin depositar esperanzas reales en un cambio de fondo.
En efecto, lo que se interpreta es que la guerra ha dejado de ser una cuestión de administraciones para convertirse en una expresión estructural de la política de Estado estadounidense. Pero esto es historia vieja, no reciente.
Diplomacia como espectáculo
El 12 de febrero Trump anunció su primera conversación telefónica con Vladímir Putin: el Kremlin confirmó la llamada y la calificó de "intercambio sustancioso", aunque no trascendió ninguna hoja de ruta ni garantías de seguridad. Rusia subrayó que, sin compromisos escritos, cualquier alto al fuego sería prematuro.
El 18 de marzo tuvo lugar lo que ambas partes describieron como su charla "más extensa". Washington planteó entonces un cese al fuego de 30 días; Moscú respondió que la idea era inviable "mientras no se aclaren numerosos matices", entre ellos el estatus de los nuevos territorios rusos y el levantamiento gradual de sanciones.
El 25 de abril el enviado especial de la Casa Blanca, Steve Witkoff, se reunió con Putin en el Kremlin. Según Reuters, la propuesta estadounidense incluía reconocer Crimea y abrir un debate posterior sobre el resto de territorios; sin embargo, desde Moscú se consideró que el borrador carecía de garantías jurídicas y advertía que Bruselas y Kiev "trataban de torpedear" cualquier avance . El encuentro se cerró sin calendario ni texto conjunto.
Tres días después, el 28 de abril, Serguéi Lavrov conversó por teléfono con el secretario de Estado, Marco Rubio. Ambas partes coincidieron en "mantener el contacto", pero el Ministerio de Exteriores ruso recalcó que Estados Unidos seguía sin presentar propuestas concretas sobre la raíz del conflicto.
El 28 de mayo, Lavrov anunció que Moscú había elaborado un memorando integral y proponía reanudar el diálogo directo con Kiev el 2 de junio en Estambul, con Vladímir Medinski al frente de la delegación rusa . Ese mismo día, Vladímir Zelenski se declaró dispuesto a una cumbre trilateral con Trump y Putin; el Kremlin respondió que una reunión de líderes "solo tendría sentido después de avances reales" en las conversaciones bilaterales, sin descartar formalmente la participación estadounidense .
La jornada concluyó con un giro retórico de la Casa Blanca: Trump se dijo "muy decepcionado" con Putin y dio "dos semanas" para comprobar si Moscú busca la paz, insinuando represalias si no ve progresos. El contraste es revelador: Rusia presenta memorandos, sugiere fechas y reclama garantías de fondo y Washington encadena llamadas, viajes y ultimátums mediáticos que no alteran la realidad en el terreno.
Conviene añadir a esta secuencia otro elemento sustantivo: la administración Trump no da señales de querer modificar el régimen de sanciones impuesto a Rusia. Hasta ahora, no ha levantado ni flexibilizado ninguna de las medidas coercitivas vigentes, y aunque evitó anunciar nuevas sanciones en torno al aniversario de la operación militar especial —una ruptura con la práctica de años anteriores—, permitió que entraran en vigor las disposiciones adoptadas al final del mandato de Biden, incluida la prohibición de que ciudadanos estadounidenses presten servicios al sector petrolero ruso, efectiva desde el 27 de febrero.
También prorrogó la emergencia nacional en relación con Ucrania hasta marzo de 2026, con lo cual prolongó el marco legal que sustenta buena parte del régimen sancionatorio desde 2014.
Por otro lado, desde el Congreso se prepara una ofensiva legislativa con el proyecto de ley Sanctioning Russia Act of 2025, presentado por Lindsey Graham, que plantea nuevas sanciones masivas, incluidos aranceles de 500% sobre países que compren petróleo ruso. Ya cuenta con más de 80 copatrocinadores, suficientes para anular un veto presidencial. Voces republicanas del Senado han comenzado a expresar su frustración ante la falta de acción, y buscan avanzar con la legislación sin esperar la iniciativa del Ejecutivo.
El despliegue militar en Europa del Este, el flujo constante de armamento y la falta de acuerdos concretos reflejan una estrategia consolidada del bloque occidental. Ni los gestos diplomáticos ni el relevo presidencial en Estados Unidos han alterado el enfoque actual, centrado en sostener un conflicto prolongado contra Moscú por medios militares, económicos y tecnológicos. A ello se suma el mantenimiento intacto del régimen de sanciones, que sigue funcionando como herramienta estructural de presión sin que se hayan dado señales de flexibilización.
La dinámica del enfrentamiento avanza con lógica propia, y la narrativa oficial, hecha en principio de declaraciones y promesas de diálogo, comienza a reflejar, cada vez más, la confrontación material que se sostiene en el terreno.