En un mundo hiperconectado, donde las cadenas de valor se entrelazan a escala planetaria, el 14 de mayo de 2025 entró en vigor una tregua comercial entre China y Estados Unidos, tras meses de escalada arancelaria.
Washington redujo sus aranceles a productos chinos del 145% al 30% por 90 días, mientras que China bajó sus aranceles del 120-125% al 10%. La medida fue impulsada por la presión de sectores industriales estadounidenses afectados por la dependencia de insumos chinos.
Aunque el acuerdo no desmonta completamente el conflicto, representa una concesión significativa de Estados Unidos ante los costos crecientes de su estrategia, es decir, un movimiento que, más que resolver, busca contener daños. China, por su parte, mantiene intacto su margen de maniobra, reforzando el control sobre exportaciones clave como los minerales raros.
La guerra comercial sigue abierta, pero el equilibrio se inclina hacia una China que ha demostrado mayor capacidad de presión estructural.
De hecho, este 5 de junio, el presidente Xi Jinping y Donald Trump sostuvieron una llamada en la que acordaron retomar las negociaciones comerciales. Aunque ambos calificaron el intercambio como positivo, las tensiones persisten.
Estados Unidos duplicó un día antes los aranceles al acero y al aluminio, del 25% al 50%, a pesar de que su legalidad sigue siendo cuestionada judicialmente.
Washington insiste en una estrategia punitiva que ha resultado costosa para su propia industria, mientras Beijing mantiene una posición firme, reforzada por su control sobre sectores estratégicos como los minerales raros.
La realidad es clara: Estados Unidos no puede sostener una guerra comercial prolongada contra el país del que depende en múltiples niveles, desde cadenas de suministro hasta estabilidad financiera.
Sector militar dependiente
Un informe reciente de Govini, empresa estadounidense especializada en software de defensa y análisis de adquisiciones militares, ha puesto cifras concretas a una realidad estratégica preocupante para Washington, y es que su base industrial de defensa depende crecientemente de China.
Según el informe, más del 40% de los semiconductores que sustentan los sistemas y la infraestructura armamentística del Departamento de Defensa provienen de proveedores chinos. "Los proveedores chinos de semiconductores están inextricablemente vinculados a las cadenas de suministro de armas vitales del Departamento de Defensa, como el bombardero B-2 y el misil de defensa aérea Patriot", especifica el documento.
La situación no es coyuntural, sino estructural. Entre 2005 y 2020, el número de proveedores chinos en las cadenas de suministro estadounidenses se cuadruplicó. Solo en el sector electrónico, la dependencia de Estados Unidos hacia China creció un 600% entre 2014 y 2022.
Y aunque Washington ha intentado contener el avance chino, por ejemplo, con restricciones a los chips para inteligencia artificial, China ha respondido con una política firme y gradual de control sobre sus exportaciones estratégicas, como las tierras raras, esenciales para la fabricación de equipos militares avanzados.
El panorama interno tampoco ayuda. La capacidad de producción nacional estadounidense está en retroceso.
Hay categorías industriales fundamentales para la defensa que ya no se fabrican en ninguno de los 50 estados. La situación es tan crítica que, según expertos militares citados por Govini, bastarían 25 ataques planificados para paralizar sectores clave de la manufactura militar estadounidense.
La base industrial del país no está preparada para sostener una guerra prolongada ni para apoyar a sus aliados bajo fuego.
El error estratégico ha sido poner el énfasis en la carrera por la innovación tecnológica, mientras se descuidaba la dimensión productiva. No basta con tener nuevos diseños o capacidades teóricas si la industria no puede fabricarlas a escala, integrarlas a sistemas existentes y responder con velocidad en caso de conflicto.
En la actualidad, gran parte de los materiales, componentes y microelectrónica necesarios para la producción militar estadounidense tienen origen extranjero, y muchos de esos suministros provienen de actores que Washington considera directamente hostiles.
Mientras tanto, China no solo ha reforzado su control sobre los componentes estratégicos, sino que ha escalado posiciones en el mercado global de armamento.
En los últimos cinco años, empresas chinas han ingresado al grupo de las principales compañías de defensa del mundo, exportando sistemas de alta gama que incluyen drones armados, municiones guiadas de precisión, submarinos y fragatas.
En términos industriales y logísticos, el balance es claro: Estados Unidos tampoco está preparado para una confrontación prolongada en la región de Indo-Pacífico.
Su estructura productiva presenta quiebres en todos los eslabones de la cadena: donde tiene innovación, no tiene capacidad industrial; donde aún conserva algo de producción, carece de materia prima o desarrollo tecnológico local.
En contraste, China no solo produce más y controla insumos estratégicos, sino que ha integrado con éxito innovación, formación técnica e infraestructura industrial.
Mientras Washington se concentraba en importar y revender, Beijing invirtió en formar científicos, en sostener industrias no rentables y en construir una base productiva nacional. Hoy, China cuenta con 39 universidades que ofrecen programas especializados en tierras raras, por ejemplo, y Estados Unidos no tiene ninguna.
Fabricar imanes o procesar tierras raras implica bajas ganancias y alta inversión, algo que el modelo de maximización de rentabilidad estadounidense evitó sistemáticamente.
Así, mientras el capital estadounidense buscaba rentas, el modelo socialista chino construía capacidades. El resultado, se ha visto a leguas, es una economía estadounidense dependiente de cadenas externas que no controla y una base industrial que, en gran medida, ya no le pertenece.
Una estructura frágil
La debilidad actual de la base industrial de defensa estadounidense no es un accidente, sino la consecuencia directa de decisiones estratégicas tomadas tras el fin de la Guerra Fría. Con la disolución de la Unión Soviética, el gasto militar estadounidense se redujo y las empresas del sector adoptaron una lógica de eficiencia financiera: fusiones, externalización y producción a medida.
Esta transformación no redujo los costos, sino que disparó el precio unitario de cada sistema de armas y erosionó la capacidad de producción a gran escala.
El informe de Govini explica que desde 2008, el Centro de Evaluaciones Estratégicas y Presupuestarias de Estados Unidos advertía que el modelo de bajo volumen es incompatible con la movilización en caso de conflicto.
Sin embargo, el sistema de adquisiciones del Departamento de Defensa continuó castigando cualquier esfuerzo por mantener capacidades ociosas. Bajo la lógica del "precio más bajo técnicamente aceptable", las empresas no reciben fondos para sostener personal, almacenes, líneas de ensamblaje o know-how estratégico fuera del programa en ejecución.
La consecuencia es una cadena de suministro militar extremadamente vulnerable. Grandes contratistas como Lockheed Martin o RTX dependen de una pirámide de más de 30 mil pequeños y medianos proveedores, la mitad de los que existían hace apenas unas décadas. Muchos han abandonado el sector por completo, reorientándose al mercado comercial.
La pérdida de ese tejido industrial no se puede revertir con rapidez.
Los datos recientes lo confirman: tras el inicio del conflicto en Ucrania, Estados Unidos envió 7 mil misiles Javelin, un tercio de su inventario, a un ritmo de producción de apenas 2 mil 100 unidades anuales.
A pesar del incremento presupuestario, tomará años reponer los arsenales sin afectar el apoyo a Kiev. Con los proyectiles de artillería ocurre lo mismo: se pasó de producir 14 mil unidades mensuales a planificar 80 mil para 2025, mientras Rusia dispara hasta 50 mil por día.
En el Pacífico, las necesidades serían aún mayores, pues solamente China posee 17 astilleros navales y ha desplegado 340 nuevos buques desde 2020, con la meta de alcanzar los 440 para 2030, mientras que la Armada estadounidense opera con menos de 300 naves, dispersas globalmente. Además, la capacidad de construcción naval comercial estadounidense representa menos de un tercio del 1% del total mundial, frente al 35% de China.
Estados Unidos ya no puede asumir que su poder militar está respaldado por una base productiva robusta. La fabricación militar no es un interruptor que se activa a demanda. La estructura actual fue optimizada para la eficiencia contable, no para una guerra prolongada.
En este escenario de rivalidad económica y tecnológica creciente, la interdependencia entre China y Estados Unidos se revela como una vulnerabilidad crítica, especialmente para Washington.
Aunque los datos muestran un esfuerzo deliberado por parte de Estados Unidos para diversificar sus cadenas de suministro, con países como México y Vietnam, la realidad estructural sigue siendo que gran parte de la manufactura avanzada, los insumos industriales estratégicos y los componentes electrónicos clave continúan vinculados a China, directa o indirectamente.
Trump, con su renovada política arancelaria, ha agudizado la confrontación, pero también ha expuesto los límites de una estrategia basada exclusivamente en la presión comercial.
Mientras tanto, China ha fortalecido su base productiva, impulsando sectores estratégicos mediante estímulos internos, consolidando su dominio en minerales raros y avanzando en el mercado global de defensa.
Así, más allá de los indicadores macroeconómicos y las cifras de crecimiento, el verdadero campo de disputa es el control de los nodos críticos del poder industrial y tecnológico.
Y, en ese tablero, Estados Unidos enfrenta una disyuntiva a los fines de redefinir su modelo productivo desde la raíz o aceptar una posición de dependencia estratégica cada vez más difícil de revertir.