"Líderes latinoamericanos gastan millones para influir en la Casa Blanca de Trump" se titula un artículo, publicado por The Guardian en mayo pasado, en el que se reseña cómo algunos presidentes de la región han optado por profundizar su alineación con el gobierno dirigido por el magnate estadounidense.
Las "gestiones" que realizan al menos 10 países de América Latina y el Caribe van desde el registro de altos funcionarios y enviados como "agentes extranjeros" bajo la Ley de Registro de Agentes Extranjeros (FARA) hasta el gasto de 1,5 millones de dólares en lobby por parte de la administración Bukele, lo que derivó en su colaboración en el confinamiento de deportados venezolanos en la megacárcel Cecot. Pasando por el aumento en la compra de armamento por parte de Daniel Noboa y el anhelado acuerdo comercial de Javier Milei.
El texto menciona a gestores que acopian millones de dólares, como el embajador cubano-estadounidense retirado Carlos Trujillo y el argentino-estadounidense Damián Merlo, quien impulsó el lobby de Bukele junto al "gabinete en la sombra" de venezolanos vinculados al partido venezolano Voluntad Popular. También figura Mauricio Claver-Carone, enviado especial de la Casa Blanca para América Latina anulado en las relaciones de Estados Unidos con Venezuela.
Los mencionados presidentes, y otros gobiernos como los de Paraguay, Panamá, Colombia, Honduras, Haití, Guyana y República Dominicana, aparecen como clientes de la firma Continental Strategy LLC, perteneciente a Trujillo. Respecto a ellos dice el artículo que pagan 5 millones de dólares para poder cenar en Mar-a-Lago, la residencia privada de Trump. Afirma que lo hacen para jugar "el juego transaccional único de Trump para encubrir políticas controvertidas, posicionarse electoralmente y ganarse el favor de los principales legisladores y funcionarios que ejecutarán las políticas de los próximos cuatro años hacia sus países a menudo ignorados".
"Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser amigo es fatal"
La frase atribuida al exsecretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, es una sentencia histórica. Una ley no escrita del sistema de poder que domina el mundo desde mediados del siglo XX. Ha sido aplicada con una precisión escalofriante en decenas de países, desde Asia hasta América Latina, pasando por África y Europa. Se trata de una profecía autocumplida para quienes creyeron que la sumisión garantizaba supervivencia.
Esta máxima debería figurar como una directriz esencial para cualquier nación que aspire a mantener su soberanía. Porque detrás de la retórica de la alianza, la cooperación y la seguridad colectiva, se oculta un patrón repetitivo: Estados Unidos utiliza a sus aliados como instrumentos geopolíticos, los fortalece mientras son útiles, y los abandona —o incluso destruye— cuando ya no sirven o se convierten en un estorbo.
Este fenómeno es el eje central del colonialismo estadounidense: mantener el control sin necesidad de colonias formales. Estados Unidos no busca gobernar directamente, sino asegurar una "subordinación económica casi total" bajo la fachada de independencia política. El resultado es un sistema de vasallaje moderno, donde los aliados son, en palabras del intelectual Noam Chomsky, piezas intercambiables en un tablero de ajedrez imperial.
No hay mejor prueba de esto que el destino de aquellos líderes y países que, confiando ciegamente en Washington, entregaron su autonomía a cambio de apoyo militar, financiero o diplomático.
Unos fueron desechados y otros, como Joseph-Désiré Mobutu (congolés autodenominado Mobutu Sese Seko Nkuku Ngbendu wa Za Banga) o Hosni Mubarak (Egipto), gobernaron décadas como títeres, solo para ser abandonados cuando el viento cambió. En América Latina y el Caribe, Rafael Leonidas Trujillo (República Dominicana) y Manuel Antonio Noriega (Panamá) descubrieron demasiado tarde que su lealtad había sido una trampa.
Auge y declive de los aliados desechables en Asia y África
En el vasto y dinámico escenario del Tercer Mundo durante la Guerra Fría, Washington no buscaba democracias ni justicia social sino barreras contra el comunismo. Para erigirlas, no dudó en respaldar a algunos de los regímenes más sanguinarios del siglo XX.
Uno de los casos más emblemáticos es el de Haji Muhammad Suharto, el dictador de Indonesia que, tras el golpe de Estado de 1965, masacró a más de 500 mil personas —de mayoría comunistas, sindicalistas y campesinos— en nombre del "orden anticomunista". Estados Unidos, según documentos desclasificados, lo apoyó y le proporcionó listas de objetivos a las fuerzas indonesias. La CIA entregó nombres de miles de miembros del Partido Comunista Indonesio (PKI), lo que facilitó su exterminio. Washington celebró el golpe como una "victoria contra el comunismo", y Suharto fue recompensado con décadas de apoyo militar y económico.
Pero en 1998 Estados Unidos retiró su respaldo cuando su utilidad geopolítica decayó y su régimen se volvió una carga por la corrupción y las protestas sociales desatadas tras la crisis financiera asiática. Washington no intervino, Suharto cayó y, con él, el mito del aliado eterno. Su destino fue claro: útil mientras contenía a la izquierda, prescindible cuando ya no servía.
Otro caso paradigmático es Hosni Mubarak, el "faraón amigo de Occidente" que gobernó Egipto durante 30 años. Desde 1981, fue uno de los pilares del orden proestadounidense en Oriente Medio. Recibió más de 30 mil millones de dólares en ayuda militar y se convirtió en el segundo mayor receptor de ayuda estadounidense después de Israel. Su régimen, autoritario y corrupto, fue tolerado porque garantizaba la paz con Israel y la estabilidad en el Canal de Suez.
Pero en 2011, durante la Primavera Árabe, Estados Unidos lo abandonó. Cuando las protestas masivas sacudieron El Cairo, la Casa Blanca no defendió a su aliado sino que presionó para su salida. Medios globales comenzaron a ser "críticos" respecto al dictador y señalaban que "Mubarak fue el símbolo de la estabilidad, pero también del autoritarismo". Cuando esa estabilidad se hizo insostenible, Estados Unidos prefirió sacrificarlo antes que arriesgar su imagen democrática. Mubarak fue juzgado, humillado, encarcelado. Su caída no fue un triunfo del pueblo, sino una liquidación ordenada por los patrocinantes del "faraón".
Mobutu Sésé Seko, el dictador de Zaire (hoy República Democrática del Congo), fue el hombre de Washington en África central durante más de tres décadas. Apoyado por la CIA desde que orquestó el golpe de 1965 y el asesinato de Patrice Lumumba, fue el garante de que el país africano —rico en cobalto, cobre, uranio y coltán— no cayera en manos de gobiernos progresistas o socialistas. A cambio, saqueó su país, acumuló una fortuna personal de miles de millones y gobernó con mano de hierro.
Pero en 1997, cuando la rebelión liderada por Laurent-Désiré Kabila amenazó su poder, Estados Unidos no lo defendió sino que consideró que "el reinado de Mobutu ya acabó". Lo dejaron caer y su exilio en Marruecos fue la escena final de un títere descartado. Tras su caída, el Congo se hundió en un tropel de guerras que han causado más de 6 millones de muertes, alimentadas por potencias extranjeras que continúan explotando sus recursos.
Estados Unidos y el Reino Unido mantienen gobiernos aliados en Ruanda y Uganda que han sido cómplices directos en este saqueo. Cuentan con el beneplácito de la "comunidad internacional" mientras financian a ambos bandos y prefieren un Congo devastado a un país soberano. La lealtad de Mobutu, como la de tantos otros, no fue recompensada sino castigada con el olvido.
Ser dirigente descartable en América Latina
En África y Asia el patrón es claro pero en América Latina es aún más evidente. La región ha sido considerada el patio trasero de Estados Unidos desde el siglo XIX y su historia está llena de líderes —todos traicionados— que creyeron que alinearse con Washington les garantizaría poder eterno.
Uno de los primeros fue Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de la República Dominicana conocido como "El Jefe" que durante 31 años gobernó con brutalidad, respaldado por Estados Unidos por su anticomunismo y su sumisión. Pero cuando su régimen comenzó a generar tensiones diplomáticas y su figura se volvió incómoda, la CIA dio luz verde a su eliminación. Documentos desclasificados confirman que "el plan para eliminar a Trujillo fue presentado a Washington el 29 de diciembre de 1960". No lo detuvieron sino que lo permitieron y, cuando murió, Estados Unidos fingió sorpresa.
Otro caso es el de Noriega, el general panameño que trabajó durante años como agente de la CIA. Fue entrenado por Estados Unidos, utilizó sus servicios de inteligencia para infiltrar movimientos revolucionarios en Centroamérica y colaboró en el tráfico de armas a los Contras nicaragüenses. Pero cuando comenzó a actuar con autonomía, a negociar con Cuba y a blanquear dinero de narcotraficantes, se convirtió en un problema. En 1989, Estados Unidos lo acusó de narcotráfico y lanzó la Operación "Causa Justa": una invasión militar que mató a miles de civiles y lo arrastró a una cárcel estadounidense. Fue descrito como "el hombre que sabía demasiado" y su lealtad fue recompensada con traición.
En tiempos recientes, el caso de Juan Orlando Hernández aparece como una moraleja moderna. El expresidente de Honduras gobernó entre 2014 y 2022 y fue uno de los aliados más fieles de Estados Unidos en Centroamérica. Apoyó la política migratoria de Trump, reprimió protestas con violencia, hizo parte del grupo de Lima durante la "máxima presión" contra el gobierno venezolano y recibió millones en ayuda militar. Pero también, según pruebas presentadas en Nueva York, se convirtió en un capo del narcotráfico, protegiendo a carteles a cambio de dinero. Insight Crime, una herramienta de criminalización contra gobiernos no alineados a Washington, reveló que "Estados Unidos tenía pruebas contundentes contra él desde hace años".
En 2024, fue extraditado y condenado a 45 años de prisión. Sus hijas denunciaron en un video que "fue traicionado por quienes llamaba amigos", pero la traición no fue personal sino estructural. Hernández fue útil mientras contuvo la migración y reprimió a la izquierda, pero cuando su corrupción se hizo insostenible, fue sacrificado para mantener la fachada de lucha contra el narcotráfico.
Fue descartado como Noriega, como Trujillo y como Mobutu, pero también como Marcos Pérez Jiménez de Venezuela, Alfonso Portillo de Guatemala, Alejandro Toledo de Perú y Ricardo Martinelli de Panamá. Este último fue quien designó a María Corina Machado como embajadora de su país ante la OEA para que hablara contra el gobierno venezolano.
Europa y el vasallaje disfrazado de alianza
Si los países del Sur global han sido víctimas directas del imperialismo estadounidense, Europa ha sido su cómplice voluntaria. La Unión Europea, especialmente desde la Guerra Fría, ha actuado como brazo político y económico de Estados Unidos. Pero esta sumisión no ha traído prosperidad sino dependencia, desindustrialización y pérdida de soberanía.
Hoy, Europa depende de Estados Unidos para su seguridad (a través de la OTAN), para su energía (especialmente tras la guerra en Ucrania) y para su política exterior.
Analistas afirman que "el vasallaje energético" ha costado a Europa más de 750 mil millones de dólares en compras de gas licuado estadounidense a precios inflados luego de que fuera volado el Nord Stream. Cada vez parece más claro que el sabotaje a este gasoducto fue obra de intereses angloamericanos y, mientras las industrias europeas cierran por el alto costo energético, las petroleras estadounidenses se enriquecen.
Además, la UE ha seguido ciegamente la política de sanciones contra Rusia y China, sin evaluar sus propios intereses. Esta política ha acelerado la "desindustrialización de Europa", región que se somete a Estados Unidos mientras este país protege su mercado con subsidios masivos como la Ley de Reducción de la Inflación.
En el plano militar la subordinación es total. La OTAN actúa como un bloque militar unificado en el que las decisiones estratégicas no se toman en Bruselas, sino en Washington. Y cuando Estados Unidos decide atacar, como en Gaza o Ucrania, Europa se limita a aplaudir.
Además, el llamado "Bloque militar liderado por Estados Unidos" que también incluye a a Japón, Australia, Israel, Nueva Zelanda, tres países del Sur global y los pocos países europeos que no son miembros de la OTAN, es un entramado de clientes del Complejo Industrial Militar estadounidense que depende de su tecnología y controla las distintas regiones del mundo en función del interés hegemónico que de este poder fáctico deriva.
El resultado es una Europa cada vez más irrelevante, menospreciada incluso por sus propios aliados. La reciente cumbre de la OTAN demostró cómo, incluso, los aliados cercanos son tratados como subordinados, nunca como iguales. De ello tratará el segundo número de esta investigación.
Al final, la historia está llena de advertencias para Bukele, Milei, Noboa y otros latinoamericanos alineados a Washington. Kissinger, con su cinismo característico, las resumió en una frase pero los hechos las confirman. La lealtad incondicional a Estados Unidos no garantiza protección sino servidumbre. No hay aislamiento sino destrucción cuando el imperio decide que un político no le es útil.
Hoy es imprevisible el destino de estos tres presidentes, tanto como el de otros cuyo alineamiento es más silencioso. Milei, por ejemplo, es un firme defensor del libre comercio y la apertura de mercados. Difiere ideológicamente de Trump por su enfoque proteccionista, renegociación de tratados y aplicación de tarifas para proteger la industria nacional estadounidense. Pero coinciden en una lucha común contra enemigos políticos y económicos, como el socialismo y el avance del globalismo.
Más importante aun: Para Trump, apoyar a Milei implica fortalecer la posición de Estados Unidos en América Latina, un área estratégica para contrarrestar la influencia de China y Rusia, mientras lo permita el tsunami de escándalos y abismos financieros que se está creando el presidente argentino.
El sistema-mundo que conciben las élites estadounidenses no perdona la autonomía, pero tampoco recompensa la sumisión porque su verdadero objetivo no es tener amigos, sino vasallos. Estos no tienen derechos sino obligaciones y, cuando fallan, son descartados.