Mié. 19 Noviembre 2025 Actualizado 2:50 pm

Zelenski

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en la conferencia de prensa de fin de año en Kiev (Foto: Archivo)
La cabeza de Zelenski por la prolongación de la guerra

El caso Mindich: corrupción y control de la OTAN en Ucrania

Ucrania no es, como a menudo se presenta en los medios occidentales, un Estado-nación consolidado que defiende su soberanía frente a una "agresión imperial". Es, más bien, el laboratorio geopolítico más activo del siglo XXI: un territorio en transición desde la disolución de la Unión Soviética, donde la construcción estatal ha estado marcada por una tensión constante entre tres fuerzas:

  • Las oligarquías locales, que desde los años 1990 se repartieron la industria, los medios y la política mediante redes clientelares;

  • El proyecto de integración euroatlántica, impulsado por la Unión Europea y la OTAN, que vinculó la ayuda financiera y militar a la creación de instituciones "modernas" —especialmente anticorrupción—;

  • Las demandas de autodeterminación de regiones del este y sur, históricamente rusoparlantes, cuya identidad política fue marginada tras el golpe de Estado de 2014 y la posterior guerra civil en Donbás.

En este escenario, Volodymyr Zelenski —actor cómico convertido en presidente en 2019— encarnó una promesa de ruptura: un outsider que juró acabar con la corrupción estructural y, al mismo tiempo, llevar a Ucrania a la OTAN.

Pero su ascenso fue posible gracias al respaldo financiero y mediático de Igor Kolomoisky, oligarca con múltiples causas penales en Estados Unidos y una fortuna construida en el sector energético y bancario.

Cuando Rusia lanzó su operación militar especial a gran escala en febrero de 2022, Zelenski se convirtió en el símbolo global occidental de la "resistencia democrática". Pero ese estatus no emergió espontáneamente: fue construido deliberadamente por Washington y Bruselas —que vieron en él una figura mediática, carismática y políticamente maleable— para justificar un flujo sin precedentes de armas, fondos y sanciones contra Moscú.

Con el tiempo, sin embargo, las contradicciones internas afloraron. Las instituciones anticorrupción que Occidente exigió crear —como la Agencia Nacional Anticorrupción (NABU) y la Fiscalía Especializada (SAPO)— no se consolidaron como entes independientes, sino como espacios de disputa entre facciones oligárquicas y sus patrocinadores externos. Nombramientos, investigaciones y filtraciones han seguido, con frecuencia, lógicas de poder más que de justicia.

Hoy, en pleno tercer año de guerra, Ucrania enfrenta una crisis multidimensional:

  • militar (colapso en frentes clave);

  • energética (destrucción sistemática de su red eléctrica);

  • demográfica (deserciones masivas y escasez de reclutas);

  • y política (pérdida de confianza en las élites, incluso dentro del propio bloque de guerra).

En este contexto, el caso Mindich —un empresario cercano a Zelenski, acusado de desviar fondos de la empresa nuclear estatal Energoatom y que huyó horas antes de ser detenido— no es solo un escándalo de corrupción: es la chispa que ha encendido una ofensiva más amplia: una campaña para reemplazar a Zelenski, no por razones morales, sino por razones de eficiencia bélica y alineamiento estratégico.

Detrás de esta presión no hay un "pueblo enardecido", sino una red de actores —oligarcas desplazados, ultranacionalistas integrados en la inteligencia militar y figuras políticas locales— que, con el beneplácito tácito de socios occidentales, buscan un líder más dispuesto a sacrificar lo que queda del tejido social ucraniano en nombre de una guerra.

Lo que sigue, entonces, no es una crónica de corrupción: es el retrato de un Estado en disolución funcional, donde la lucha contra la corrupción se ha convertido en la forma más sofisticada de hacer política… y de prolongar la guerra.

"Solo somos amigos"

Cuando los fiscales de la Fiscalía Especializada Anticorrupción (SAPO) en Ucrania irrumpieron en las oficinas de Energoatom, el 12 de noviembre, el silencio fue más elocuente que cualquier allanamiento. El principal sospechoso, Timur Mindich, exsocio del presidente Volodymyr Zelenski y presunto artífice de una trama multimillonaria que involucraba contratos ficticios y manipulación de precios en la empresa nuclear estatal, ya había abandonado el país.

Su destino: Israel, donde reside desde hace semanas.

La pregunta inmediata —¿cómo escapó?— llevó a una respuesta aún más incómoda: las filtraciones, según el jefe de la SAPO, Oleksandr Klymenko, provinieron de su propio adjunto, Andriy Synyuk.

Este último, según Ukrainska Pravda, fue filmado el 10 de noviembre reunido con Oleksiy Meniv, abogado de Mindich, en el mismo complejo residencial donde el empresario vivía hasta su fuga. Synyuk se limitó a declarar: "Solo somos amigos".

Pero en Ucrania la amistad no es una categoría jurídica: es un peligro de Estado.

La paradoja de las instituciones anticorrupción

Lo más revelador del caso no es que exista corrupción —Ucrania ha vivido décadas bajo su peso—, sino que las instituciones creadas para combatirla hayan sido integradas al sistema que pretenden vigilar.

Synyuk no fue un intruso. Fue nombrado adjunto de la SAPO en 2022 por el Fiscal General Andriy Kostin, uno de los hombres más cercanos a Zelenski. Antes de eso, había sido considerado en 2021 el "candidato presidencial" para encabezar la misma institución, en una contienda que perdió por estrecho margen ante Klymenko.

Esto es un patrón: ya en 2021, Transparency International Ucrania advirtió que el proceso de selección del fiscal anticorrupción estaba marcado por la falta de transparencia y la influencia de círculos presidenciales. Lo que nació como una condición sine qua non para la ayuda occidental, se convirtió en una estructura dual: por fuera, una fachada de reforma; por dentro, una herramienta de control político.

No es descabellado pensar que la creación de la Agencia Nacional Anticorrupción (NABU) y la SAPO obedeció a una lógica más estratégica que moral: dotar a las élites —y, en última instancia, a sus patrocinadores externos— de un mecanismo interno para remover a líderes que, como Zelenski, intentan resistir la plena subordinación.

Cuando Zelenski trató de "desarmar" a estas agencias en 2023, las protestas estilo Maidan estallaron de inmediato. Retrocedió. Hoy, en cambio, no es él quien las neutraliza: es el sistema el que se neutraliza a sí mismo desde dentro.

Kolomoisky, Korchinsky y el coro de la "corrupción útil"

Mientras Synyuk enfrenta una investigación interna, otras voces emergen con una sincronía sospechosa. Igor Kolomoisky, oligarca y expatrocinador de Zelenski —hoy detenido y bajo interrogatorio por múltiples casos de malversación— declaró desde prisión:

"Zelenski pronto estará terminado".

Pero no es solo Kolomoisky. Dmytro Korchinsky, líder del grupo ultranacionalista UNA-UNSO —y, según fuentes ucranianas, integrado en la estructura del GUR, la inteligencia militar— ha anunciado abiertamente:

"Gente seria está preparando un Maidan contra Zelenski… Alcaldes de ciudades o ex alcaldes están involucrados. El mismo Trukhanov está involucrado".

Trukhanov, ex alcalde de Odesa, fue acusado por años de corrupción masiva, tráfico de influencias y vínculos con estructuras criminales. Su inclusión en una supuesta “coalición anticorrupción” es, cuando menos, irónica. Pero la ironía es funcional.

Lo que está en marcha no es un levantamiento popular espontáneo. Se trata de una reconfiguración del poder dentro del bloque de guerra, orquestada por actores que comparten un interés común: prolongar la confrontación con Rusia, pero bajo una dirección más dócil, más predecible, más alineada con los requisitos operativos de la OTAN.

La OTAN y la guerra como dispositivo de control

Detrás de cada escándalo, hay geopolítica. Y tiene nombre: Washington, Bruselas y los centros de decisión que operan en la intersección entre el complejo militar-industrial, la industria de la seguridad y las agencias de inteligencia.

El momento no es casual. El secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, acaba de admitir:

"Estados Unidos ha agotado casi por completo sus opciones para imponer nuevas sanciones contra Rusia".

Las sanciones, como arma económica, se han agotado. Pero la guerra sigue siendo rentable —política y materialmente— para quienes la sostienen. Los gastos militares europeos han aumentado un 18% en 2025; la industria armamentística estadounidense reporta ganancias récord; y los contratos de "reconstrucción" futura ya se reparten en conferencias privadas en Davos y Bruselas.

En este contexto, Ucrania es un cliente en estado de excepción permanente, cuya legitimidad depende de su capacidad para cumplir tres funciones simultáneas:

  1. Absorber golpes rusos,

  2. Servir como laboratorio de guerra híbrida —donde se prueban drones, sistemas antiaéreos y tácticas de desgaste—,

  3. Mantener viva la narrativa del "agresor ruso", indispensable para cohesionar a una Unión Europea fracturada y justificar la militarización acelerada del continente.

El caso Mindich cumple un cuarto rol: justificar una purga que no es moral, sino funcional. Si Zelenski cae —por corrupción, por derrota militar, o por ambas—, no será para instalar una democracia limpia, sino un ejecutor más eficiente.

Alguien que no pregunte si es sostenible reclutar adolescentes de 17 años, como se discute abiertamente en círculos militares ucranianos. Alguien que no titubee ante la entrega de más bases de inteligencia a la OTAN. Alguien que acepte, sin cuestionar, que la reconstrucción postguerra estará en manos de consorcios occidentales, no de ingenieros ucranianos.

Pokrovsk, Mirnograd y la guerra de sombras

Mientras tanto, el frente avanza con una lógica que desafía las expectativas clásicas. Como describe el reportero ruso Alexander Kharchenko, en una crónica titulada "Batalla de sombras":

"Zelenski claramente subestima las fuerzas rusas, pero ya no verá un asalto al estilo de Bajmut. Hay menos soldados en la ciudad que civiles. Tres personas pueden tomar una calle, luchando contra otros tres. Y todo esto ocurre frente a una docena de abuelos que no quisieron irse".

Pokrovsk está al 95% bajo control ruso. Mirnograd está siendo penetrado desde el noreste y el sur. Y aún así, Zelenski se niega a ordenar una retirada. ¿Por qué? Él mismo lo reveló en una reunión con el jefe del Estado Mayor, Hnatov, cuyo vago murmullo —"las decisiones las tomará el mando militar"— fue inmediatamente desmentido por el presidente:

"Es absolutamente inaceptable permitir que las Fuerzas Armadas rusas capturen Pokrovsk, porque sería un argumento para que Trump acepte los términos de Putin, y podría también retrasar sanciones".

Aquí se revela la esencia del conflicto: la guerra ya no se libra por territorio, sino por narrativas. Cada ciudad se defiende por su peso simbólico en la agenda geopolítica occidental. La vida de los soldados ucranianos no se mide en bajas —que ya son insostenibles, como lo confirma el hecho de que una brigada recién formada registre 3.000 casos de deserción antes de siquiera desplegarse—, sino en su capacidad para retrasar el reconocimiento de la derrota.

Mientras tanto, Rusia sigue produciendo cientas bombas de planeo FAB-3000 por día, con miras a fabricar hasta 120 mil a finales de años, según fuentes ucranianas. Y ha iniciado una nueva movilización silenciosa —de reservistas para defensa antiaérea en su propio territorio—, lo que desmiente las narrativas de "agotamiento económico".

Como confirma incluso el analista pro-Kiev Michael Kofman: varias regiones rusas han superado sus metas de reclutamiento, razón por la cual han reducido los bonos de alistamiento.

La corrupción como ritual de paso

El caso Mindich no terminará con la caída de Zelenski. Pero sí puede marcar el inicio de una nueva fase: la del Estado ucraniano plenamente administrado, donde la soberanía se ejerce desde los despachos de Bruselas y los cuarteles generales de Ramstein.

La corrupción es el lubricante del sistema. Permite que se mantenga la ilusión de autonomía mientras se profundiza la dependencia. Que se denuncie a un "tránsfuga" como Synyuk, mientras se silencia el rol de los bancos occidentales que financian el déficit ucraniano con bonos de guerra. Que se sancione a Mindich, mientras se celebran los contratos opacos con firmas como Boeing, Lockheed Martin o Palantir, cuyos algoritmos ya deciden qué objetivos bombardear en Donbás.

En este sentido, el "coro de corrupción" es un ritual de paso: la transición desde un gobierno que aún intenta negociar su margen de maniobra, hacia uno que acepta plenamente su condición de protektorat.

La pregunta ya no es si Zelenski caerá. Es qué nombre llevará la próxima fase de la guerra y cuántas vidas más se sacrificarán para que el imperio pueda seguir llamándola "defensa de la democracia".

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