Sáb. 09 Noviembre 2024 Actualizado ayer a las 6:41 pm

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El asalto en Brasil no viene a evidenciar las "amenazas contra la democracia", la misma tiene demasiados defensores en ambos lados del espectro político como para estar en peligro real (Foto: EBC)

Otra mirada sobre lo que ocurrió en Brasil

El asalto del pasado domingo 8 de enero a las sedes del Congreso Nacional, la Presidencia y el Supremo Tribunal Federal de Brasil a manos de una turba de militantes del bolsonarismo fue un evento de indudable gravedad por su connotación política e institucional, representando para el propio país suramericano un hecho sin precedentes y un cortocircuito general para su mapa político.

La convención interpretativa a raíz del evento ha sido que se trata de un ataque frontal a la democracia, una especie de maniobra insurreccional equivalente al asalto al Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021, pero en formato brasileño. El modo en que se desarrolló la acción violenta, el amplio registro audiovisual de las excentricidades de los partidarios de Bolsonaro y los destrozos ocasionados, sin duda facilitan la superposición de imágenes con los hechos del Capitolio gringo.

A estas alturas, tras varias jornadas de movilización convocadas por el bolsonarismo para impugnar la victoria electoral de Lula, en las que se exigía la intervención (golpista) de las Fuerzas Armadas, sería ilusorio creer que el asalto fue una sorpresa, más allá del shock que representó el acontecimiento en sí. Resumiendo, la mesa para una acción violenta estaba servida incluso antes de la primera vuelta en octubre del año pasado, con informaciones de inteligencia, informes periodísticos y advertencias políticas que alertaban con suficiente anticipitación sobre la preparación de un dispositivo golpista y violencia callejera.

El bolsonarismo mantuvo a sus seguidores fanatizados tras la victoria de Lula, nucleados en torno a la narrativa del fraude, prolongó el ánimo de movilización y con ello fueron creando la atmósfera de tensión psicológica necesaria para apostar por la acción violenta del pasado domingo, una vez solidificadas las vinculaciones previas en la policía militar, cuerpo a cargo de la seguridad de la Plaza de los Tres Poderes que terminó escoltando a los asaltantes.

Con todos esos elementos y antecedentes, sería ingenuo pensar que Lula y la alta dirigencia del gobierno brasileño no tenían previsto un evento de tales características. Es altamente probable que la decisión fue dejar que se desarrollara el plan, evitando la contención directa horas antes para desarticular la acampada de bolsonaristas en el Cuartel General del Ejército, en vista de que la vida y el cargo de Lula no peligraban al no estar físicamente en ese momento en el Palacio de Planalto.

Con esta decisión, Lula expuso mediáticamente los excesos violentos del bolsonarismo, aumentó la métrica de apoyo nacional e internacional alrededor de su figura y ahora tiene elementos reales para desplegar una narrativa de condena generalizada, perdurable en el tiempo, que contribuya a aislar al bolsonarismo de sus alianzas periféricas con sectores conservadores de la política brasileña. Una buena jugada del presidente en las primeras de cambio tras haber asumido nuevamente el mando del país. En resumen, tradujo un intento de golpe (con pocas posibilidades de éxito real) en un marco de justificación para encarar el inicio de su mandato fortalecido políticamente y posicionado como el gran árbitro de la política brasileña.

Aunque por el lado de la táctica todo pareciera estar en orden, al menos en el saldo favorable a Lula que dejó la histeria del domingo pasado, el largo plazo de la política brasileña luce conflictivo y preocupante. Como apunta Gabriela de Lima, especialista en geografía e historia consultada por el medio La Marea, el bolsonarismo va más allá de la propia figura de Bolsonaro, lo que significa que no sólo tiene vida propia en tanto movimiento, sino que ha incorporado nuevos valores y significados (políticos, éticos, institucionales) a la política del país. Ha dejado una huella profunda en la sociedad brasileña, relata de Lima, quien asevera que las formas de hacer política del bolsonarismo (suprimir el consenso como forma de gobierno, presentar la dictadura como una revolución, entre otros atributos) han tenido un efecto de atracción social importante.

Esta lectura, para nada alentadora en el futuro inmediato para Brasil, parece profundizarse cuando se observa con detenimiento la forma en que se interpretó el asalto. Es decir, el relato de consenso que dejó el acontecimiento, y que la izquierda occidental, en sus distintas variaciones, dibujó como un enfrentamiento binario, sin grises, entre democracia y autoritarismo.

En primer lugar, la defensa acrítica del concepto democracia, una categoría que, en el contexto brasileño, además tiene el problema de ser resultado de un proceso de transición constitucional tutelado por los factores de poder de la dictadura saliente. Como destacaron en su momento Florestán Fernándes y Waldo Ansaldi, la transición hacia la democracia en Brasil conservó rezabios del estado de seguridad nacional de la dictadura, persistentes hasta la actualidad.

La democracia en Brasil, concluye una investigación de Everton Rodrigo Santos, se sustentó en un modelo de conciliación de élites por arriba que, sirviéndose de una dinámica institucional pactada por militares y partidos tradicionales, ha sobrevivido en el tiempo a costa de una reducción de las capacidades de poder real de la institución presidencial.

Desde esta perspectiva, el alegato por la defensa de la "democracia brasileña" en oposición al bolsonarismo encubre la forma en que ese mismo modelo que conservó los privilegios y el poder de los militares, incubó a un movimiento de perfil neofascista. Visto así, el modelo actual de la democracia brasileña no es la solución, o el sistema a ser defendido de una contrarrevolución autoritaria, sino el problema en sí. El origen de los males actuales.

Este argumento se enfrenta a otro problema, quizás más determinante: fueron los mecanismos legales de la democracia brasileña los que viabilizaron el derrocamiento de Dilma Rousseff en 2016 y que facilitaron el acorralamiento judicial de Lula hasta llevarlo a prisión. Resulta paradójico que fue el bolsonarismo, y no el PT, quien agredió la infraestructura física de una de las principales instituciones (el Congreso) responsables de la persecución al propio partido de Lula.

El relato de defensa de la democracia como un valor neutral, totalizador y universal por parte de la izquierda occidental no solo peca de generalización excesiva, sino que, en el caso brasileño, mantiene con vida las palancas legales e institucionales, convertidas en instrumentos golpistas, que ya fueron utlizadas para atacar a Lula y su partido.

La lectura de la democracia como un fin en sí mismo, y no como un medio para una lucha política existencial, explica la ingenuidad intelectual de una izquierda siempre expuesta a perder el poder tras validar un sistema de reglas de juego concebido para limitar su avance.

Defender acríticamente la democracia en Brasil, tal como está concebida, sólo garantiza la radicalización y expansión del bolsonarismo, pues es su producto político e ideológico inmediato. El camino constituyente, un reformateo del modelo político e institucional, pareciera ser la única vía de contención del fascismo, como en distintas etapas de su evolución ha demostrado Venezuela.

Pretender combatir a un bolsonarismo que pugna por una contrarrevolución conservadora defendiendo el statu quo que le dio origen es una ilusión.

Otro aspecto interesante a la vez que paradójico que nos deja el asalto es el intercambio de roles en términos de táctica política y planteamientos teóricos. La izquierda, asociada históricamente a un programa revolucionario de ruptura, creación de poder dual y desmontaje de las estructuras burguesas y oligárquicas de poder, ahora se afinca en una defensa de la democracia establecida que haría sentir orgulloso a la intelectualidad liberal. La derecha, por otro lado, ligada secularmente a la conservación de privilegios y al orden, se aboca a la destrucción de instituciones del Estado y a hacer del caos un instrumento político.

Quizás aquí el problema no es tanto cómo la complejidad de la posmodernidad provoca estos desplazamientos, sino la propia formulación intelectual de dividir al mundo en izquierdas y derechas, a medida que ambas categorías se vacían de significado y pierden toda función explicativa del presente político.

En definitiva, el asalto en Brasil no viene a evidenciar las "amenazas contra la democracia", la misma tiene demasiados defensores en ambos lados del espectro político como para estar en peligro real, sino los límites intelectuales de la propia izquierda occidental para evaluar el momento con un criterio independiente de los dogmas del liberalismo y su sistema de valores y creencias pretendidamente "universales".

Pero el hecho sí deja una preocupación, que incluso va más allá de Brasil: la voluntad de las expresiones de la derecha de quebrantar lo establecido (con fines que claramente apuntan hacia la opresión política y económica más abierta), luchar en las calles por un horizonte de mundo (el anticomunismo) y cooptar significados políticos de alto valor simbólico como la clase o la nación, para implementar su proyecto político.

Ante esto, la izquierda occidental, que ha tomado los hechos en Brasil como un evento de definición intelectual de época, parece optar por operar pasivamente sobre las reglas de juego existentes, aspirando a sobrevivir políticamente dentro de la falsa neutralidad de la democracia.

Quizás un poco de bolsonarismo, de su ánimo de combate, de su voluntad de ruptura del marco de normalidad y su determinación política e ideológica sobre lo que debe ser cambiado, no le vendría mal a la izquierda occidental y a la que ahora tiene el poder en Brasil. Si no, lo único que podemos esperar es un nuevo 2016, bajo otros métodos.

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